La evaluación es algo connatural a toda actividad humana. Cuando actuamos los seres humanos, deberíamos tender a hacerlo de una forma racional, verificando lo que se está realizando y sus resultados. Con mucha mayor razón lo deberíamos hacer cuando se trata de una actividad como es la educación. Necesitamos ser conscientes de nuestros aciertos y de nuestras dificultades para potenciar los primeros y buscar alternativas y formas de superar las segundas.
Si nuestros proyectos y actividades educativas pretenden ser una respuesta a necesidades experimentadas, a las que queremos hacer frente proponiéndonos alcanzar metas definidas, es lógico que nos preguntemos si las estrategias implementadas son las que mejor responden a las expectativas reales o cabría otra manera de actuar. Por eso la evaluación, entendida como proceso de valoración de toda la acción educativa (en todos sus aspectos, dimensiones e implicados en la comunidad educativa, el entorno y los responsables de la administración educativa) para conseguir una mejora de dicho proceso, es clave y fundamental para mejorar el proceso de enseñanza y de aprendizaje. La evaluación debería constituir una parte integral del proceso de aprendizaje, y no algo que se pone en práctica una vez terminado éste.
¿Para qué evaluamos?
La pregunta crucial en evaluación es el para qué se evalúa, es decir, la finalidad de la misma. Evaluar para controlar, para fiscalizar y medir los resultados y beneficios conseguidos es lo que una empresa suele hacer. El problema fundamental de la evaluación educativa es que no tiene resultados evidentemente tangibles, porque sus efectos son procesuales, dinámicos, cualitativos y de complejas integraciones. Y los modelos de evaluación del proceso educativo, implementados desde enfoques técnicos, generan indicadores de evaluación cuya base es solo formal, esto es, los aspectos más externos y medibles.
La evaluación, centrada en pruebas estandarizadas, se revela como uno de los mecanismos de la gubernamentalidad neoliberal que exige un incremento permanente del rendimiento “útil” y la extensión de la lógica competitiva. Se convierte en uno de los dispositivos neoliberales más incisivos que “hacen hacer” sin recurrir principalmente a la obediencia y a la coerción explícitas, sino disponiendo las condiciones materiales y discursivas para acciones y comportamientos en la que quienes participan se comprometen “libremente”, aunque sea de manera ambivalente, y que se constituyen como procesos de normalización de prácticas vinculadas a la lógica neoliberal con efectos de subjetivación.
Sin embargo, la evaluación realmente educativa lo que persigue es aportar datos, hechos y elementos de juicio que posibiliten la toma de decisiones racionalmente fundamentadas para mejorar y hacer del proceso de enseñanza-aprendizaje un factor de cambio social desde una perspectiva de justicia y solidaridad, para avanzar en esa tarea humana educativa de proteger y enseñar a los más jóvenes a vivir en este mundo y a responsabilizarse de sí mismos, de los demás y de la continuidad y el bienestar del mundo. Esta es la finalidad, el para qué, que debería guiar toda evaluación educativa.
¿Estamos evaluando o calificando?
La evaluación y la calificación son dos demandas que se le exigen al sistema educativo con dos finalidades diferentes: la formación, en el primer caso y la selección, en el segundo.
Se entendería así la evaluación como respuesta a una de esas dos demandas: conocer cómo se desarrollan los procesos de formación de las personas para mejorar aquellos aspectos necesarios y potenciar aquellos más positivos, con el fin de ayudarles a crecer y desarrollarse como ciudadanos críticos y conscientes, como protagonistas del cambio y avance de la humanidad hacia cotas de mayor desarrollo, de mayor justicia y solidaridad.
Por el contrario, los resultados y las calificaciones y rankings, propias de las evaluaciones estandarizadas, harían referencia a la respuesta que se exige a la segunda demanda: acreditar, clasificar y seleccionar a los estudiantes, casi siempre con la finalidad de insertarlosen el futuro mercado laboral. En este sentido la escuela y la universidad se les demanda la misión de certificar los logros y resultados conseguidos por el alumnado, al margen de sus condiciones de partida o el proceso seguido. Estrictamente en función de una norma clasificatoria, donde el aprobado supone que esa persona está supuestamente cualificada por haber aprobado un examen para pasar al siguiente tramo de formación, o al mundo profesional, con un título que le avala para ejercer profesionalmente en determinado campo.
Ciertamente, la calificación ha tratado de incorporar aspectos de la dimensión evaluadora. Pero realmente cumple más esta misión de certificación y clasificación para el futuro mercado laboral, al margen de otros “efectos colaterales” mucho más peligrosos: herramienta de control y presión sobre el comportamiento y disciplina del alumnado en las aulas; mecanismo de sometimiento y socialización forzosa en estructuras sociales y académicas; etc.La calificación representa la moneda de cambio en una sociedad donde el saber es una mercancía de trueque.
¿Se selecciona con las pruebas externas?
En los últimos años el auge del modelo neoliberal, tecnocrático y conservador en educación, centrado en pruebas estandarizadas externas, ha sido importado acríticamente en nuestro país, justo en momentos en que dichas pruebas son debatidas, cuestionadas y refutadas en muchos países.
Está sobradamente demostrado que estas pruebas externas estandarizadas, que supuestamente tratan de “elevar” los resultados educativos con un control burocrático sobre las prácticas escolares y la profesión docente, solo sirven para fomentar un aprendizaje fundamentalmente memorístico y descontextualizado.
Por sí mismas, no mejoran ni cambian nada. Sólo están sirviendo para segregar y excluir a buena parte del alumnado que había sido incluido en los sistemas educativos en los últimos 50 años, con la ampliación de los períodos de educación comprensiva.
Es la finalidad principal. Si su objetivo fuera mejorar el proceso de aprendizaje, se harían al principio y a lo largo del proceso, como se hace la evaluación continua, y no al final. Si su objetivo fuera conocer el proceso de aprendizaje paradiagnosticar necesidades y dar respuesta a las mismas, atendiendo a las dificultades que surjan, requeriría que se dotaran de recursos, medios y personal para personalizar la atención educativa y reforzar a quienes más lo necesitan. ¿Cómo se conjuga esto con un recorte en educación de 9.000 millones de euros que nos sitúa de nuevo en la cola de los países de la UE? Está claro que no están al servicio de la mejora de la educación. Están mucho más orientadas a seleccionar, segregar y sancionar que a identificar los problemas y establecer medidas de mejora.
Además, estas pruebas externas aumentan la presión sobre los niños y niñas para que tengan resultados acomodados a las pruebas. Generan estrés por el control continuo y permanente, como si solo se pudiera aprender mediante la presión y el miedo al examen, olvidando la curiosidad y la motivación por conocer. Además, suponen una deslegitimación de la función docente y una desconfianza hacia el profesorado, cuestionando su profesionalidad. Pero también provocan una degradación de contenidos: se acaba estudiando lo que se somete a examen, y se centra el tiempo y los esfuerzos docentes en preparar al alumnado para superar pruebas y exámenes. El profesorado se convierte en “preparadores de pruebas”, sufriendo así un control directo sobre su trabajo y sobre lo que debe enseñar. Y para el alumnado es una injusticia, que ha de jugarse en una prueba externa varios años de escolarización, frente a la función de la evaluación como instrumento de mejora de la educación, respetando la diversidad y los ritmos de aprendizaje.
La selección que pretenden estas pruebas externas responde también a una concepción neoliberal cuya finalidad fundamental es generar un mercado educativo, para que las familias-clientes puedan elegir aquel centro que más ventajas competitivas les pueda reportar y, a medio plazo, para asignar los recursos en función de los resultados, convirtiendo las desigualdades en crónicas y estructurales, alejándose del carácter compensador que debe tener el sistema educativo para garantizar la equidad y la cohesión social.
¿Qué falta o sobra para que sean pruebas de diagnóstico?
No se pueden aplicar las mismas pruebas estandarizadas, independientemente de las diferencias significativas del alumnado en relación a su proceso educativo y a su escolaridad, e indistintamente del curso en el que se encuentren y de los contenidos que hayan estudiado (sobre todo en el caso de que haya una alta tasa de repetición entre el alumnado, como es el caso de España).
No se puede comparar lo que no es comparable. No es lo mismo un colegio en un centro urbano que en un área rural o una zona suburbial. No es lo mismo educar a jóvenes en situación de riesgo o con graves dificultades de aprendizaje que a estudiantes procedentes de las élites culturales de un país. Es más, una escuela puede desarrollar un proceso educativo muy bueno sin que esto se refleje necesariamente en las pruebas de diagnóstico. Pero, en todo caso, no tienen en cuenta dónde está la escuela, de dónde se partía cuando se inició el proceso educativo o que transformaciones se han logrado con la intervención pedagógica.
Además, este tipo de pruebas estandarizadas desempeñan un papel negativo en promover la competencia, y acaban “etiquetando” y “clasificando”, tanto al alumnado como a los docentes en función de su rendimiento.
Así mismo, estas pruebas “miden solo lo que puede ser medido”. Es decir, que los estudiantes seleccionen la respuesta correcta, pero no pueden medir más. Las puntuaciones no dicen nada acerca de la imaginación o la creatividad de los estudiantes, su capacidad para hacer buenas preguntas, su inventiva, su capacidad crítica y de transformación justa del mundo. La obsesión de preparase para este tipo de pruebas diagnósticas, que no son sino exámenes estandarizados, da un peso excesivo a las habilidades para seguir instrucciones y procedimientos, en desmedro de verdaderas estrategias de innovación o creatividad.
Si a esto añadimosque estas pruebas son muy costosas y suponen un desembolso público muy considerable, en un contexto de recortes continuados en lo educativo, sin aportar nada sustancial, puesto que los resultados de estas pruebas estandarizadas nada añaden que no sepamos sobre el funcionamiento de nuestros centros y sistemas escolares, parece que obedecen más a un interés de entrada de grandes empresas que están desembarcando en este suculento negocio que comporta muchos millones de beneficios.
Estas pruebas generan enormes beneficios económicos al que produce las herramientas para examinar de forma estandarizada en todo el mundo y materiales didácticos estandarizados para tener “éxito” en esas pruebas. Además de darle un control inmenso, como decíamos, sobre lo que los niños y niñas de todo el mundo tienen que estudiar y el profesorado enseñar.
Lo cual implica que se exige al profesorado que se centre en buscar la forma de obtener resultados, dedicando el tiempo a preparar lo que le piden en las pruebas o a conseguir aquello que les sitúe en la cúspide del ranking. Pero, a su vez, el alumnado con dificultades y diversidad se convierte en un estorbo y una posibilidad de que el centro baje puestos en el ranking si lo admite o dedica mucho tiempo a su atención.
Esto puede significar un cambio crucial en los objetivos de la escuela. Empezando a poner el acento en medir el rendimiento del estudiante más que en atender las necesidades del mismo. Y medir el “éxito” también del profesorado y de los centros en función de la adaptación a la conformidad de las demandas exigidas en esas pruebas estandarizadas. El buen docente comienza a ser el que genera buenos resultados conforme esas pruebas.
Todo esto está haciendo daño al alumnado y empobreciendo la educación, aumentando aún más el ya alto nivel de estrés en las escuelas, con una presión constante por el rendimiento, lo que pone en peligro el bienestar de los estudiantes y de los docentes. Alertando de que esta dinámica supone un riesgo real de matar el placer de aprender, transformando el deseo de aprender en afán de aprobar.
¿Cómo se puede hacer compatible una nota numérica con el progreso educativo experimentado por un alumno durante todo un curso escolar?
No es compatible una nota que sólo tiene en cuenta lo que el alumnado hace en el momento de realizar las pruebas, reduciendo la evaluación del progreso del alumnado al rendimiento académico medido en la prueba, sin contemplar los avances del alumnado en su proceso y despreciando además otros elementos cualitativos, así como las circunstancias personales del alumnado, que sólo pueden ser valoradas adecuadamente por el profesorado que las conoce y que ha estado acompañando su proceso de aprendizaje. Las notas numéricas responden a la comodidad utilitaria y al interés clasificatorio y de selección de la Administración Educativa, no al interés educativo y pedagógico.
¿Cómo se puede realizar una evaluación integral que indique el valor añadido que aporta el centro educativo a su alumnado?
No se trata de rechazar las evaluaciones, sino repensar el modelo y al servicio de qué y de quién se realizan. Puesto que la evaluación es una parte constitutiva del proceso formativo y una herramienta para reconocer sus avances y dificultades, por lo que debe ser un componente fundamental de toda política pública democrática.
Una evaluación integral supondría un proceso continuo de aprendizaje conjunto, compartir nuestras miradas para comprender, entre todos los componentes de la comunidad y del sistema educativo, lo que hacemos, cómo lo hacemos, para qué y para quién lo hacemos, y cómo podemos ayudar a mejorarlo conjuntamente. Eso es lo que pretende hacer cotidianamente el profesorado en los centros educativos, pensando en común cómo mejorar su práctica docente, cómo ayudar a su alumnado con mejores métodos, cómo involucrar en este proceso apasionante a la comunidad educativa, a toda la comunidad educativa, incluido el alumnado para que investiguen sus propias escuelas aportando cómo mejorarlas. Esto significa convertir los centros en organizaciones que aprenden conjunta y democráticamente a hacer las cosas cada vez mejor. Pero también debemos implicar a la administración educativa y a sus responsables en este proceso conjunto donde también podamos evaluarles para ayudarles a mejorar en sus políticas educativas, que a veces andan demasiado descarriadas.
Es justamente para esto para lo que la comunidad demanda ayuda, apoyo y recursos. No para ser examinada continuamente, y puesta en rankings clasificatorios, generando así una dinámica de competencia entre centros, en vez de cooperación y ayuda. Por eso exigen que los recursos destinados a esas pruebas estandarizadas externas se destinen a combatir el fracaso y el abandono escolar, las dificultades de aprendizaje y la atención a la diversidad, conmás desdobles, más profesorado y profesionales de apoyo, con más materiales y horas de refuerzo, etc., que éstas sí que son medidas contrastadas que son efectivas y sirven realmente a todo el alumnado y especialmente al alumnado con mayores dificultades. Esta es una segunda medida crucial, porque para qué sirve la evaluación si no se apoyan con recursos las medidas de mejora para que se puedan llevar a cabo.
En las comunidades de aprendizaje, se produce una evaluación continua de la función docente con una finalidad de mejora, en donde la observación, el análisis de los objetivos por nivel y ciclo que se pretenden, cómo diseñar las actividades para lograrlos, con qué materiales, es una rutina cotidiana. Es una autoevaluación, pero también una coevaluación en la que participan profesorado y alumnado que evalúan conjuntamente si se va por el buen camino, si se ha trabajado bien, si las actividades estaban bien diseñadas…De hecho, la investigación muestra la mayor eficacia de la evaluación como retroalimentación a la comunidad educativa, al profesorado y al alumnado, cuando el trabajo se devuelve al alumnado con comentarios, consejos y propuestas de mejora, pero normalmente sin calificaciones, notas o niveles.
La evaluación debe ser un proceso integrado de todos los ámbitos y todos los momentos del proceso educativo, no algo añadido, anecdótico y circunstancial, parte del mismo proceso de enseñanza-aprendizaje y un instrumento cuya finalidad ha de ser la mejora de las intervenciones y la revisión de los aspectos que se manifiesten deficitarios o mejorables.
Pero la evaluación no puede limitarse al proceso de aprendizaje. Debe implicar igualmente el proceso de enseñanza y servir al profesorado para analizar también su propia actuación, la idoneidad de las propuestas didácticas que se aplican en cada centro, el funcionamiento en general de los centros escolares y la comunidad educativa que lo conforma y también, cómo no, de la administración educativa que es responsable y agente importante en todo el proceso educativo. Una evaluación, en definitiva, que abarca globalmente a todos los agentes implicados en el proceso educativo. Por eso esta concepción global de la evaluación debe conllevar la necesidad de una evaluación interna de cada centro, es decir, una autoevaluación institucional y, en caso necesario, una evaluación externa, si la comunidad educativa así lo valora, que cuente con el apoyo de la inspección o la administración educativa y que puede ser complemento de la interna y coordinada con ella.
Los tres principios de una evaluación acertada señalan que la autoevaluación debe tener prioridad; una autoevaluación contextualizada, periódica e integral, con la participación de todos los actores implicados (profesorado, alumnado, familias y administración), y que sirva para mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje y que incluya el funcionamiento específico de sus órganos de gobierno y departamentos, así como la efectividad de sus diferentes planes de centro y proyectos curriculares de etapa. Segundo, que la evaluación externa puede ser necesaria, porque los participantes internos inevitablemente tienen sus puntos ciegos, pero a través de consultores invitados, revisiones de iguales por colegas de otros centros educativos u observaciones de especialistas universitarios, inspectores de educación o familias que deben desarrollar funciones de asesoramiento y apoyo a los centros docentes, al profesorado, y al alumnado y sus familias, tanto en su tarea diaria como en los procesos de autoevaluación. Y tercero, que la auténtica evaluación no admite la imposición desde fuera como una amenaza y supone un acuerdo entre los actores internos y externos.
Es necesaria, por tanto, una evaluación integral (que analice todos los factores que intervienen) del sistema educativo, formativa (orientada a la mejora) y que sea más democrática (participada y conocida por la comunidad educativa y coordinada por el profesorado, la dirección de los centros y la inspección), diversa (la autonomía de los centros, de sus proyectos educativos, metodologías y contexto socioeducativo, requiere diversas modalidades de evaluación), justa (que no compare realidades diferentes entre sí) y rigurosa (que use los instrumentos técnicos adecuados), adaptada a la sociedad del siglo XXI, donde se valoran cada vez más distintos tipos de capacidades cognitivas, entre otras, relacionadas con la comprensión, la interpretación, el análisis crítico y el desarrollo del pensamiento creativo.
No se trata de evaluar solo la capacidad individual, sino la capacidad institucional y el potencial de aprendizaje de cada centro y de todo el sistema educativo, de tal forma que se oriente en qué ha de mejorar globalmente la comunidad educativa, cómo ha de hacerlo el profesorado, y cómo debe realizarlo la administración educativa, trabajando juntos.El objetivo de alguna forma esrealizar una evaluación profunda de cada centro y de todo el sistema educativo, en la que se destaquen las fortalezas, las debilidades y los retos de cada parte implicada que le permita seguir mejorando.
Así enfocada la evaluación, como herramienta imprescindible para orientar el proceso de mejora educativa, puede convertirse en un instrumento útil para todos los sectores implicados en la realidad educativa: para el alumnado (dándoles a conocer sus progresos y limitaciones, qué aspectos han planteado adecuadamente y cuáles han enfocado de forma incorrecta, qué alternativas y orientaciones tienen para subsanar las deficiencias; así como motivándoles en sus aciertos y ayudándoles en sus errores, utilizando la pedagogía del error como fuente de aprendizaje y de mejora constante); para el profesorado (informándoles sobre la adecuación de sus propuestas didácticas a las necesidades y características de su alumnado y sirviéndoles de base para la planificación e innovación y mejora de su diseño curricular); para las familias (a fin de darles información relevante que les permita cooperar y coordinar con la escuela en la tarea educativa); para el sistema educativo (de cara a ver igualmente sus insuficiencias y corregir y mejorar las políticas educativas llevadas a cabo).
Este enfoque supone una concepción de la evaluación democrática para la mejora, guiada por un compromiso con la justicia y la equidad. Se trata de una concepción de la evaluación en positivo, no para sancionar sino para prevenir, dar alternativas y apoyar que ningún alumno o alumna quede atrás.
Hemos de revertir el modelo que ha venido imponiendo la ideología neoliberal utilizando la evaluación como mecanismo de promoción o exclusión. Hemos de cambiar el enfoque de los exámenes y las reválidas como estrategias de legitimación de una clasificación, como naturalización de una selección social por vía académica. Una carrera constante de obstáculos y superación de pruebas y reválidas al final de cada etapa es antipedagógica, sancionadora y excluyente. Es apostar por un modelo de enseñanza basado en la presión del examen, frente a otro centrado en las necesidades y motivaciones del alumnado. En la educación, y más aún en la obligatoria, la evaluación debe tener ante todo una función formativa, de ayuda al aprendizaje. Debemos proporcionar apoyo sostenible y no amenazador (con fórmulas de rendición de cuentas o programas de pago por resultados) a las escuelas y universidades con dificultades. Esta debería ser la apuesta desde un enfoque pedagógico que respeta el derecho de todos y todas a aprender con éxito.
En conclusión, la evaluación debe ser una evaluación democrática en la que participen como protagonistas las propias comunidades educativas. Debe permitir analizar los múltiples factores que inciden en ese proceso. Y debe ayudar a todos los actores que intervienen en él a mejorar las prácticas pedagógicas con un sentido formativo y no culpabilizador. Lógicamente, también debe ayudar a diseñar políticas y estrategias orientadas a mejorar las políticas gubernamentales en todos los campos de actuación. Este es el reto y la urgencia.
Como decíael pedagogo Francisco Giner de los Ríos,creador y director de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) en la España de finales del siglo XIX y principios del XX, en su artículo “O educación o exámenes” de 1894: El maestro, esclavizado a una tarea servil, no puede consagrar lo mejor de sus fuerzas a aquello que más responde a su vocación y que él realizaría con superior desempeño, sino a ese ideal de satisfacer a los examinadores: todo lo demás es perjudicial, o cuando menos artículo de lujo, a que no hay tiempo ni posibilidad de atender. Mientras tanto, por su parte, el discípulo tiende a encogerse de hombros ante la idea nueva, la investigación original, el punto de vista personal y fresco, que es lo único que puede despertar su interés, abrir su espíritu, dilatar su horizonte, fortalecer su inteligencia y su amor al saber y al trabajo. ¿De qué sirve todo esto en un examen? (…) Si por examen se entendiese la constante atención del maestro a sus discípulos para darse cuenta de su estado y proceder en consonancia, ¿quién rechazaría semejante método sin el cual no hay obra educativa posible? Pero justamente las pruebas académicas a que se da aquel nombre constituyen un sistema en diametral oposición con ese trato y comunión constante.
Enrique Javier Díez Gutiérrez.
Coordinador del Área Federal de Educación de IU.