La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce la libertad religiosa de personas y pueblos. Por su parte, la Constitución española reconoce el derecho que asiste a las familias para que los hijos e hijas reciban la formación religiosa que esté de acuerdo con sus convicciones.
Ya vemos cómo la Iglesia, a lo largo de su historia, ha realizado enormes esfuerzos para potenciar la formación religiosa católica en la enseñanza. Hoy, después de muchos dimes y diretes al respecto, la Religión goza de una salud inquebrantable que la hace cada vez más fuerte en el campo educativo. Amparada en la hipótesis explicativa de la tradición, no ha dejado de crecer y campa a sus anchas desde 1979 hasta hoy. Con el último ‘golpe de suerte’ que ha supuesto la reciente aplicación de la LOMCE, la Religión ha regresado a la escuela para reconocerse como evaluable para todo el alumnado que quiera pertenecer al ‘club de los elegidos’.
La Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), en el artículo 6.1, define el currículo como la regulación de los elementos que determinan los procesos de enseñanza y aprendizaje para cada una de las enseñanzas. Por ello, el contenido del currículo parte de la experiencia humana y se desarrolla de manera respetuosa con las etapas del desarrollo infantil y adolescente, colaborando, en este sentido, con los aprendizajes instrumentales y transversales propios de cada etapa educativa. Pero este punto no logra aclarar de quién es esa experiencia y, aunque lo lograra, una experiencia así pertenece -en este momento- a alguien que no nos representa (al menos mayoritariamente).
También indica el BOE que está lejos de una finalidad catequista o de adoctrinamiento. Pero cuesta creer dicho sentimiento cuando lees detenidamente todo el currículum de todas las etapas educativas.
El único cambio que aporta es la incorporación y su aplicación, en este contexto, al desarrollo de las Competencias Clave. En el resto podemos observar que, si hacemos una comparativa con la formación educativa de los años cincuenta del siglo pasado, no encontraríamos grandes cambios.
El objetivo principal de la nueva maniobra de la Conferencia Episcopal no sería otro que conseguir que no falten futuros fieles en sus iglesias. Y hasta ahí lo vemos razonable, siempre y cuando lo ubiquemos en un contexto más adecuado. Pero no pueden valerse de la infancia para llenar de predicados sus espacios religiosos. Y es por ello que CEAPA no está en contra de este cometido pero sí de cómo se realiza, y sobre todo en dónde se realiza (esto es, en los centros educativos). Como organización, no deseamos ningún tipo de asignatura religiosa (sea católica o no) dentro del horario escolar de la escuela pública.
Como padres y madres, ¿qué podemos hacer? Lo primero, es solicitar contundentemente que el asunto religioso salga de la escuela pública. Lo segundo sería abordar con pragmatismo la cuestión porque la llave está en nuestra mano: bastaría con que las familias no matriculásemos a nuestros hijos e hijas en la asignatura de Religión. Se trata sencilla y llanamente de obviar la inclusión de la Religión en el ámbito académico para dejarla en su sustrato natural, esto es, el ámbito privado de la familia.
Si seguimos leyendo con detalle el currículo de la Religión en Primaria encontramos que, junto a los nuevos criterios de evaluación recogidos en la misma, aparecen expresiones como las de «reconocer la incapacidad de la persona para alcanzar por sí misma la felicidad» o la de «entender el Paraíso como expresión de la amistad de Dios con la humanidad». Estas expresiones chocan de frente con los principios y razonamientos que se defienden y transmiten no sólo desde los principios universales sino desde una escuela pública que no puede considerarse como tal sin garantizar el respeto hacia todos los ciudadanos. Porque lo que defendemos desde la escuela pública supone buscar lo común a todas las personas en función de los valores que consagran los Derechos Humanos. Y esto exige que todo aquello que nos separa a unos de otros (como las frases referidas anteriormente) quede fuera de los centros educativos.
En aras de cualquier creencia religiosa, durante siglos los pueblos se han matado sin la menor contemplación. Quizás, ahora sea el momento de reflexionar si debemos seguir por la misma vía que implanta la LOMCE o debemos darle un giro a esta manera de abordar la cuestión religiosa y dar mayor cabida a temas fundamentales como los Derechos Humanos.
Como padres y madres, ¿qué podemos hacer? Lo primero, sin dudarlo, es solicitar contundentemente que el asunto religioso salga de la escuela pública. Lo segundo sería abordar con pragmatismo la cuestión porque la llave está en nuestra mano: bastaría con que las familias no matriculásemos a nuestros hijos e hijas en la asignatura de Religión. Una desbandada masiva sería suficiente para que la Iglesia española y su Conferencia Episcopal no se sintiese respaldada en modo alguno.
A CEAPA no le sirve la respuesta de que no hay alternativa. Puesto que sí la hay: se trata sencilla y llanamente de obviar la inclusión de la Religión en el ámbito académico para dejarla en su sustrato natural, esto es, el ámbito privado de la familia.
Como expone Marta Mata, pedagoga y cristiana, “laico es lo que corresponde al terreno de lo humano, no de lo divino”. Las familias tienen derecho a que sus hijos e hijas reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Pero nada obliga a que dicho derecho deba insertarse en la educación formal y dentro del horario escolar.